Abaroa tenía, al momento de morir, 40 años y cuatro meses de edad. Había nacido en el pueblo boliviano de San Pedro de Atacama el 13 de octubre de 1838.
“A mediados de febrero —escribe Pedro Querejazu Calvo en Guano, salitre, sangre: historia de la Guerra del Pacífico (Los Amigos del Libro, 1979)— viajó a Calama por unos días con obligaciones de trabajo relacionadas con la explotación de la mina de plata Inca... No sabía que el destino lo llevaba allá a una secreta cita con la gloria”.
Abaroa se enteró en ese viaje de la invasión chilena a Antofagasta, ocurrida el 14 de febrero. Aquel día, la costa boliviana amaneció amenazada por el blindado enemigo Blanco Encalada. Y un día después, Cobija y Caracoles sufrían la ocupación.
Marzo. El 5 de marzo, Eduardo Abaroa escribe una carta a su amigo José Manuel Quintana (Cartas de Abaroa, de Ronald MacLean Abaroa): “Hoy se han recibido comunicaciones de allí (Tocopilla) y avisan que el Blanco Encalada desocupó Tocopilla y Cobija. No han llegado los caballos y refuerzos que esperaban (en Caracoles)”.
El 16 de marzo, temprano en la mañana, llegó un mensajero chileno a Calama para solicitar la rendición. El abogado Ladislao Cabrera (Tarata, 1830) le respondió: “Defenderemos hasta el último trance la integridad del territorio boliviano”. Y de inmediato, en una proclama pública, dijo: “Que sepa Chile que los bolivianos no preguntan cuántos son sus enemigos para aceptar el combate”.
Los defensores de Calama eran 135. “Ninguna ayuda les llegó del interior por mucho que pasaba más de un mes desde el primer aviso enviado a La Paz”. “Los 135 eran 135 bravos —apunta Querejazu—, tanto más resueltos cuanto más solos se sentían en medio del desierto”. Dos cabezas había: Cabrera y Eduardo. Cuando todo estuvo listo, el primero aconsejó al segundo, “su íntimo compañero, en esos angustiosos días, que volviese a San Pedro, al lado de su esposa y sus hijos, puesto que, contrariamente a los demás, no era residente del litoral, ni funcionario público, sino un transeúnte, llegado con asuntos privados y temporales. Abaroa le contesto resuelta y suavemente: Soy boliviano, esto es Bolivia y aquí me quedo. Preferiría morir antes que huir como un cobarde”.
Al amanecer del 23 de marzo, “sobre las colinas por entre las que pasaba el camino a Caracoles, surgieron las tropas enemigas, los colores de su bandera, el brillo de sus armas”. Eran 544 combatientes y llevaban dos piezas de artillería de montaña y una ametralladora. La valiente defensa obligó por momentos al repliegue de los enemigos. Pero el combate era desigual: 544 contra 135. Los bolivianos vieron que era preciso conservar la posición en el puente Topáter, sobre el río Loa, así que Abaroa y 12 rifleros se apostaron en este sitio. Los chilenos tendieron pese a todo una comunicación sobre el río y pasaban a la orilla opuesta.
“Cabrera ordenó la retirada”, pero Abaroa decidió seguir combatiendo. Y “despidió al peón que le acompañaba, con un escueto mensaje para su esposa”.
El escritor chileno Vicuña Mackena narra lo que sucedió: “el intrépido Abaroa pasó el angosto río por una viga, y allí se hizo fuerte para defender el puesto de honor que se le había confiado”. De pronto, retoma el relato Querejazu Calvo, “una tempestad de balas cubre al grupo de jinetes (chilenos) y Abaroa en la banda opuesta del río, olvidado de todos sus compañeros, convertido en un león, descarga los tiros de su rifle que es una joya, con su recio enchapado de plata, como si estuviera en un ejercicio de tiro al blanco. La velocidad de los tiros y su acierto a través de la enramada para dar en el pecho del invasor, hacen pensar que son muchos los que disparan, y hasta se llega a contar que Abaroa disponía de un criado, quien le entregaba los rifles cargados para que disparara”.
Honor. Pero Abaroa está solo y herido. “Nos sorprendimos —contaría el chileno Carlos Souper, ver que un boliviano, desde adentro hiciera fuego, a más de cien hombres de entre caballería y el 2° de línea que iban a pasar por allí, pues amigo nos dio bala, y fue imposible pillarlo por más que se le buscaba”. Pero lo encuentran:
“Tiene los ojos encendidos por la llama del odio y de la pasión, una herida en la frente, otra en el cuello y la sangre le cubre los párpados y la barba. Sigue disparando incansablemente, tremendamente incansable. Souper avanza y con insolencia le intima rendición:
— ¡ Ríndase!...
Abaroa con las manos crispadas sostiene su rifle, sigue disparando y responde:
— ¡Rendirme?… Que se rinda su abuela... ¡Carajo!...”.
El escritor chileno Jorge Inostroza, citado por Cástulo Martínez (2003), recuenta el episodio: “El teniente Abaroa había caído luchando como un león. Estaba acribillado de heridas cuando se le intimó por dos veces la rendición.
Pero se negó a aceptarla y respondió a las voces que se la proponían levantándose sobre los codos para volver a disparar. Cuando la caballería avanzó al galope sobre él, aún intentó defenderse con el sable. Impresionado por aquella bravura, el coronel Sotomayor mandó a los soldados del 4° que allí estaban que presentaran armas ante el cadáver, y él mismo se cuadró rígidamente mientras el corneta hacía oír el toque de honor de los caídos”.
Para no olvidar
135 valientes
“A mediados de febrero —escribe Pedro Querejazu Calvo en Guano, salitre, sangre: historia de la Guerra del Pacífico (Los Amigos del Libro, 1979)— viajó a Calama por unos días con obligaciones de trabajo relacionadas con la explotación de la mina de plata Inca... No sabía que el destino lo llevaba allá a una secreta cita con la gloria”.
Abaroa se enteró en ese viaje de la invasión chilena a Antofagasta, ocurrida el 14 de febrero. Aquel día, la costa boliviana amaneció amenazada por el blindado enemigo Blanco Encalada. Y un día después, Cobija y Caracoles sufrían la ocupación.
Marzo. El 5 de marzo, Eduardo Abaroa escribe una carta a su amigo José Manuel Quintana (Cartas de Abaroa, de Ronald MacLean Abaroa): “Hoy se han recibido comunicaciones de allí (Tocopilla) y avisan que el Blanco Encalada desocupó Tocopilla y Cobija. No han llegado los caballos y refuerzos que esperaban (en Caracoles)”.
El 16 de marzo, temprano en la mañana, llegó un mensajero chileno a Calama para solicitar la rendición. El abogado Ladislao Cabrera (Tarata, 1830) le respondió: “Defenderemos hasta el último trance la integridad del territorio boliviano”. Y de inmediato, en una proclama pública, dijo: “Que sepa Chile que los bolivianos no preguntan cuántos son sus enemigos para aceptar el combate”.
Los defensores de Calama eran 135. “Ninguna ayuda les llegó del interior por mucho que pasaba más de un mes desde el primer aviso enviado a La Paz”. “Los 135 eran 135 bravos —apunta Querejazu—, tanto más resueltos cuanto más solos se sentían en medio del desierto”. Dos cabezas había: Cabrera y Eduardo. Cuando todo estuvo listo, el primero aconsejó al segundo, “su íntimo compañero, en esos angustiosos días, que volviese a San Pedro, al lado de su esposa y sus hijos, puesto que, contrariamente a los demás, no era residente del litoral, ni funcionario público, sino un transeúnte, llegado con asuntos privados y temporales. Abaroa le contesto resuelta y suavemente: Soy boliviano, esto es Bolivia y aquí me quedo. Preferiría morir antes que huir como un cobarde”.
Al amanecer del 23 de marzo, “sobre las colinas por entre las que pasaba el camino a Caracoles, surgieron las tropas enemigas, los colores de su bandera, el brillo de sus armas”. Eran 544 combatientes y llevaban dos piezas de artillería de montaña y una ametralladora. La valiente defensa obligó por momentos al repliegue de los enemigos. Pero el combate era desigual: 544 contra 135. Los bolivianos vieron que era preciso conservar la posición en el puente Topáter, sobre el río Loa, así que Abaroa y 12 rifleros se apostaron en este sitio. Los chilenos tendieron pese a todo una comunicación sobre el río y pasaban a la orilla opuesta.
“Cabrera ordenó la retirada”, pero Abaroa decidió seguir combatiendo. Y “despidió al peón que le acompañaba, con un escueto mensaje para su esposa”.
El escritor chileno Vicuña Mackena narra lo que sucedió: “el intrépido Abaroa pasó el angosto río por una viga, y allí se hizo fuerte para defender el puesto de honor que se le había confiado”. De pronto, retoma el relato Querejazu Calvo, “una tempestad de balas cubre al grupo de jinetes (chilenos) y Abaroa en la banda opuesta del río, olvidado de todos sus compañeros, convertido en un león, descarga los tiros de su rifle que es una joya, con su recio enchapado de plata, como si estuviera en un ejercicio de tiro al blanco. La velocidad de los tiros y su acierto a través de la enramada para dar en el pecho del invasor, hacen pensar que son muchos los que disparan, y hasta se llega a contar que Abaroa disponía de un criado, quien le entregaba los rifles cargados para que disparara”.
Honor. Pero Abaroa está solo y herido. “Nos sorprendimos —contaría el chileno Carlos Souper, ver que un boliviano, desde adentro hiciera fuego, a más de cien hombres de entre caballería y el 2° de línea que iban a pasar por allí, pues amigo nos dio bala, y fue imposible pillarlo por más que se le buscaba”. Pero lo encuentran:
“Tiene los ojos encendidos por la llama del odio y de la pasión, una herida en la frente, otra en el cuello y la sangre le cubre los párpados y la barba. Sigue disparando incansablemente, tremendamente incansable. Souper avanza y con insolencia le intima rendición:
— ¡ Ríndase!...
Abaroa con las manos crispadas sostiene su rifle, sigue disparando y responde:
— ¡Rendirme?… Que se rinda su abuela... ¡Carajo!...”.
El escritor chileno Jorge Inostroza, citado por Cástulo Martínez (2003), recuenta el episodio: “El teniente Abaroa había caído luchando como un león. Estaba acribillado de heridas cuando se le intimó por dos veces la rendición.
Pero se negó a aceptarla y respondió a las voces que se la proponían levantándose sobre los codos para volver a disparar. Cuando la caballería avanzó al galope sobre él, aún intentó defenderse con el sable. Impresionado por aquella bravura, el coronel Sotomayor mandó a los soldados del 4° que allí estaban que presentaran armas ante el cadáver, y él mismo se cuadró rígidamente mientras el corneta hacía oír el toque de honor de los caídos”.
Para no olvidar
135 valientes
La defensa de Calama estaba formada por 126 militares y nueve civiles. Éstos últimos eran: abogados (Ladislao Cabrera, Valentín Navarro, Ricardo Ugarte, Lizardo Taborga y Manuel J. Cueto), empleados públicos (José G. Santos Prada, subprefecto de Calama, y Eugenio M. Patiño, intendente de Policía), médico (Gregorio Saavedra) y contador (E. Abaroa).
El armamento
Mientras los 544 combatientes contaban con dos piezas de artillería de montaña y una ametralladora, los bolivianos disponían de 35 rifles Winchester, 8 rifles Remington, 30 fusiles de fulminante, 12 escopetas de caza, 14 revólveres y 32 lanzas.
El trofeo de guerra
Muerto Eduardo Abaroa, el capitán Memoroso Ramírez desprendió el Winchester de sus manos y se quedó con él. También se adueñó de su caballo “Chaska” que había quedado amarrado al otro lado del río. Ramírez lo usó en la campaña hasta que murió en la batalla de Tarapacá.
La biografía
El primero que recogió datos de la vida del héroe boliviano fue un chileno, el Coronel B. Villagrán, quien hizo amistad con el hermano de Abaroa, Ignacio, y otros bolivianos que le dieron los datos que consignó en una biografía. Este documento más una foto los obsequió a Bolivia en 1887.
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