El puente Topáter, como para que no queden dudas, conecta la autopista con una avenida cuyo nombre es La Paz. Extraño reconocimiento (o burla) que hicieron las autoridades calameñas del siglo pasado en el escenario que nos dejó la historia más épica de la guerra en la que perdimos nuestras costas.
Las marcas de esa guerra, como cualquier otra, permanecen en Antofagasta, Calama y Tocopilla. 132 años después de la invasión de 1879 están ahí; los edificios, los ferrocarriles, los monumentos, el campo de batalla, las armas, las ciudades, los puertos y, obvio, el mar. También queda, aunque ahora ya no es esa vieja plataforma de madera sino un tramo de concreto y asfalto, ese puente donde la historia cuenta que se gritó aquel histórico "¿rendirme yo...?".
El puente Topáter modelo 2011 es pura tranquilidad y resulta difícil imaginar que ése fue el marco de un capítulo dramático de nuestra historia. Está en las afueras de Calama, una ciudad que está a 2.250 metros sobre el nivel del mar y que ahora tiene alrededor de 138.400 habitantes.
Buses de transporte interregional cruzan ocasionalmente, también aparecen taxis y colectivos (equivalente chileno a los trufis), que van hasta un cementerio privado cerca de allí.
También asoma un hombre con sombrero de ala ancha montado en su caballo. Galope tranquilo rumbo a unas lomas de arena, allí fue la batalla principal de Calama, un 23 de marzo.
"Combate de Topáter: Durante la campaña de Antofagasta, fuerzas chilenas con la misión de ocupar Calama combatieron y vencieron a tropas bolivianas", se puede leer en la placa de la plazuela que fue instalada en el lugar del enfrentamiento en el que cayeron los Colorados. Otra placa reconoce el "heroísmo" de Eduardo Abaroa.
No es el único homenaje que el héroe nacional recibe en Calama. Una de las calles que se desprende de la plaza principal de esa ciudad se llama Eduardo Abaroa. "Mayor que al mando del Ejército de Bolivia pereció en la acción del Vado del Topáter", se lee en una placa en esa céntrica esquina.
Calama y Antofagasta, en sus libros de historia y museos, recuerdan como "el periodo boliviano" a lo que vivieron entre 1825 y 1879. De acuerdo al relato de los historiadores chilenos esa no fue una de las épocas más auspiciosas para estas poblaciones.
Ambas ciudades, ahora convertidas en la segunda región del norte de Chile (junto a Tocopilla, Mejillones y otras poblaciones menores) viven gracias a la minería y la agricultura. Cuando eran suelo boliviano todavía no se sospechaba de la riqueza que ocultaba esa tierra llena de cobre.
En 1866, José Taborga, prefecto boliviano de Cobija (la ciudad portuaria invadida, no la pandina), fundó Antofagasta. La ceremonia se realizó en las playas del océano Pacífico.
Al lado de ese edificio, ahora convertido en museo, está un monumento a uno de los militares chilenos que encabezó la invasión de 1879.
Mucho ha cambiado la ciudad en los últimos años. El boom de la minería privada hizo que salte de 150 mil habitantes hace apenas 15 años a medio millón de pobladores, es la nueva tierra de las oportunidades.
Antofagasta ya es una ciudad tan cara como Santiago, es la segunda más insegura y la más contaminada. Edificios gigantes, supermercados de líneas internacionales, megapuertos y complejos industriales rodean el casco viejo de la ciudad. Las playas son artificiales y la mayoría privadas.
Rastros de Bolivia se encuentran sólo en el casco viejo, lejos de la modernidad impuesta allí. Las huellas de la guerra del Pacífico están en los edificios históricos y en los museos. A diferencia de Calama, pareciera que la ciudad no tuviera tiempo para levantar el pie del acelerador y mirar atrás.
En la calle Andrónico Abaroa (nieto de Eduardo) está un edificio que durante el siglo XX perteneció al Banco Mercantil y que ahora es monumento. Hay otro que está descuidado que dicen que aún pertenece a Comibol.
Mucho más atrás quedaron las otras poblaciones que quedan del "periodo boliviano". Tocopilla apenas tiene 31.900 habitantes y unos puertos menores. Similar situación atraviesa Mejillones, cuyas costas son usadas para transportes locales.
Sin embargo, queda algo común en todas las paradas. Desde la metrópoli antofagastina hasta el pequeño puerto de Mejillones: encuentras bolivianos en todas partes. Ellos no invadieron nada, cruzaron la (nueva) frontera para buscar la suerte que no encontraron en los centros mineros de Potosí o en el altiplano. Apuntaron al Pacífico y se ganaron, con mucho trabajo, su salida soberana al mar.
Aquellos soldaditos de plomo...
Guerra. Aquí y allá la recuerdan, queda marcada para vencedores y para vencidos. Puede ser una gesta gloriosa, un episodio nefasto, un momento de heroísmo, una injusticia, una impostura, un error o, simplemente, una estupidez.
Acá, en los libros conocimos un retrato de un Eduardo Abaroa vestido de héroe en la defensa del suelo boliviano. Con un Ejército derrotado se negó a rendirse e hizo del puente Topáter su última trinchera. Los dibujos de los libros de la historia contarían que murió con una bandera tricolor en una mano y con su arma de fuego en la otra.
Allá la gesta habla del glorioso Ejército chileno que doblegó a los bravos colorados que bajaron desde la cordillera. Nunca fue una invasión ni una usurpación. En Chile se conforman con decirle "la campaña de Calama".
Aquí sabemos que los ingleses tuvieron mucho que ver. Allá miran a un costado aún cuando la bandera británica está en la plaza central de Antofagasta.
132 años después queda eso. Memorias distintas, lugares compartidos, un sinfín de comuniones y un conflicto irresuelto. Lo que empezó cuando se enfrentaron aquellos soldaditos de plomo.
Por Boris Miranda. Periódico Pagina Siete
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